Algo más acerca de ficción y derecho

Por Leonardo Pitlevnik* | 25 de noviembre de 2022

1.- Narrar y persuadir

Si bien no es novedoso, los estudios de derecho y literatura han puesto especialmente de manifiesto el carácter narrativo del derecho. Ese carácter lo atraviesa en diferentes formas en que puede pensarse un orden normativo. Así, por ejemplo, se habla de las ficciones que originan y fundamentan un determinado orden, del hecho de que un sistema de reglas solo puede trasmitirse mediante lenguajes naturales y, por ende, se somete al modo en que se prevén, se interpretan y se aplican esos mismos lenguajes que conforman las ficciones;  o a la circunstancia evidente de que todo litigio es una competencia de historias presentadas por partes enfrentadas que esperan un resultado favorable de quien ha sido caracterizado en el rol de decidir. 

De ahí en más, todas las características de la narración pueden ser predicadas también respecto del derecho; aun cuando esto no importe afirmar que el derecho sea solo narración: las formas del contar, la elección del tono, las palabras o la estructura del relato, las omisiones, aquello que se privilegia al momento de construir un relato determinado. La condición narrativa, además, no se limita a aquello que se cuenta de los hechos, sino que también se proyecta a los modos de leer el derecho, de interpretar esa suerte de narración formal y presuntamente abstracta fijada en una norma como continente al que se adecuan futuras acciones pasibles de ser castigadas. Es así que, además de la descripción de que una persona mató a otra, también necesitamos determinar qué entendemos por matar o por un otro, qué sentido le damos a aquellas palabras elegidas por la ley para agravar o atenuar una pena.

Si nos centramos en el litigio y las características de la narración que lleva cada parte interesada, la persuasión se vuelve una estrategia básica. Muchas veces, quien es bendecido con el reconocimiento de su versión, que se vuelve así la historia sostenida por el Estado, no es quien tiene razón sino quien mejor se expresa, quien tiene más capacidad para convencer.

2.- El riesgo de la fascinación

Dicho lo anterior, cierto es que el derecho no es mero artilugio de palabras convincentes, no es una técnica de estilo de cómo ganar amigos e influir sobre las personas. Tampoco se acaba en la sofisticación de un discurso solipsista fascinado de sí mismo. El procesalista Michelle Taruffo, en ese sentido, se queja de la sobrevaloración de la idea de narración entre quienes se dedican al estudio de la interrelación entre derecho y literatura. Refiere el riesgo de terminar convirtiendo al derecho en una teorización vacía de contenido y carente de impacto alguno en los operadores o en las prácticas jurídicas, en un conjunto de ideas vagas e incomprensibles que sirven apenas para alimentar charlas de café (32-34).

El cuestionamiento citado apunta a no ignorar que, aunque sometido a las reglas del discurso y de la estructura de la narración, el derecho se sostiene en su carácter autoritativo, en un modo de accionar sobre una realidad. Aun con las precarias formas de atribución de responsabilidad, la imputación mediante el uso del lenguaje sigue siendo la herramienta utilizada por las comunidades para responder a hechos que causan dolor o que producen la muerte de otros. Una idea, cierta o no, de gestionar conflictos, de reducir el nivel de violencia dentro de la comunidad. 

Por ejemplo, los crímenes definidos por la ley y puestos en manos de los actores del proceso penal deben ser narrados para incorporarlos a la práctica jurídica que pretende comprobarlos y juzgar a quienes los cometan. La imputación, el juicio, la sentencia y una eventual condena suponen la idea de verdad como correspondencia. Si condenamos o absolvemos es porque creemos que un hecho se probó o no se pudo probar como efectivamente acaecido. Lo contrario nos lleva a un mundo distópico, irreal y perverso. 

En la medida que el derecho importa narración, y que por ello se rige también por las reglas de la narración, es que reaparecen las condiciones propias de ella; qué se cuenta, cómo se cuenta, qué es lo que se privilegia y qué es lo que se deja de lado. Mencionaba Borges en “Sobre el ‘Vathek’ de William Beckford”, que podríamos escribir un número infinito de biografías de una persona con tal de seleccionar en cada versión hechos distintos de su vida, al punto que “tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista es el mismo” (Obras Completas 2 113)Una biografía (o el relato de una escena, o un hecho descripto en una sentencia) no es la vida del protagonista, sino el relato que se realiza de esa vida. La fascinación por el relato no debiera impedirnos reconocer en él un instrumento que, aunque indispensable, está provisto de las fortalezas y limitaciones de la narración.

3.- El desplazamiento de la realidad

Quizás uno de los riesgos más comunes en esta relación entre ficción y derecho sucede cuando se cree que la biografía y la vida relatada son una y la misma cosa; cuando las ficciones desplazan la vocación de ser lo más fieles posibles a la realidad que regulan.  Del mismo modo que en la edad media se aseguraba que el sol giraba alrededor de la tierra porque el relato bíblico expresa que Josué había ordenado al sol que se detuviera hasta el fin de una batalla (y se mantuvo inmóvil en el cenit casi todo el día), algunas de las prácticas discursivas continúan desarrollándose conforme la misma matriz: creer que las cosas suceden porque la ley dice que suceden o porque una autoridad ordena que ocurran. Quizás sea un derivado del carácter performativo del lenguaje religioso, conforme el cual es la palabra la que crea al mundo. A partir de allí muchos operadores del derecho se contentan con dictar leyes para dar por terminado el conflicto que, en la realidad, sigue inmodificado. No es difícil encontrarse con legisladores que creen haber acabado con la desocupación, la discriminación o la violencia por así haberlo resuelto en una nueva ley que acaban de sancionar. Como si por el hecho de que la ley ordenara al sol detenerse en el cénit, esto ocurriera. 

Solo como una muestra más, los ejemplos en materia penal se pueden observar especialmente en el examen de las resoluciones que dictan jueces y juezas en las decenas de miles de expedientes sobre ejecución de la pena o resoluciones cautelares en nuestro país (en el último censo correspondiente a 2021 se informa que hay en la Argentina 114.074 personas encarceladas). Cuando se trata de condenados (e incluso, en la práctica, de procesados) las decisiones recurren muchas veces al paradigma normativo de reinserción social. Es en función de ello que se debe evaluar el progreso de las personas detenidas de acuerdo al modo en que evolucionaron en un contexto que se imagina respetuoso de derechos humanos básicos, con oferta de estudio o de trabajo, con seguimiento de la evolución personal de la persona condenada, su posicionamiento frente al dolor o las necesidades propias y de terceros. Sin embargo, poco tiene que ver aquello que se decide con la vida de aquellos a quienes se aplica. Es así, que se deniegan libertades a personas detenidas porque no estudian, cuando no hay cupo en las unidades; porque no trabajan, cuando los talleres no funcionan, el trabajo es un mero rótulo o no hay vacantes para acceder a los escasos espacios existentes; porque no realiza tratamiento psicológico en unidades en las que ni siquiera hay profesionales suficientes para atender mínimamente a quienes lo requieran. Todo respecto de personas cuya conducta se evalúa sin una mínima reflexión sobre las condiciones de detención en un contexto de superpoblación carcelaria o sobre la violencia que pudo haber padecido estando tras las rejas.

Las decisiones circulan así en un sistema de la pena imaginado, que provee de fundamentos a aquello que jueces y juezas deciden. Un sistema de la pena que no existe en el sentido que se le da a las decisiones, pero que en el modelo teórico funciona de manera aceitada.

Señala Piglia que un cuento no se agota en la historia que se nos presenta en primer plano; que hay otro contenido oculto que es, a su vez, la clave de la forma del cuento (57-60). Trasladar la idea a este discurso que para justificarse recurre a una estructura ficticia, quizás pueda ser útil para descubrir por qué seguimos administrando castigos del modo en que lo hacemos. Si aquello que decimos aplicar ya sabemos que es máscara, es razonable averiguar cuál es el contenido que ocultamos detrás de esa máscara. Develar ese relato puede ser una buena estrategia para, quizás, descubrir las razones ciertas por las que mantenemos la prisión no obstante la evidencia de que no responde al encuadre normativo en el que decimos fundar su aplicación.

4.- La ficción como motor 

Pablo Capanna refiere el valor creador de las ficciones en la medida que nos permiten construir la realidad futura. Las narraciones que consumimos hoy nos vuelven permeables a su contenido, a su forma de ver el mundo, preparan nuestra conciencia para hacer real lo que pudimos antes imaginar (223). Aplicado al derecho la ficción cumple un rol motor y las reglas, un camino para esa comunidad que aún no es, pero a la que se aspira.

La ficción, entonces, no es solo un discurso ajeno a aquello que se dice describir. La aplicación acrítica, la ignorancia deliberada que se satisface en su propia retórica, es funcional al sostenimiento de una realidad que se prefiere no ver. Esa decisión de ocultamiento vuelve al relato un cuento de terror, finalmente el corazón está enterrado bajo el piso, el cadáver sigue oculto detrás del muro.

El derecho puede ser pensado desde la ficción como idea, como proyecto consciente. Un derecho que no solo abarque a ese modelo social al que se tiende, sino que también se provea de las herramientas para que discurso y realidad puedan encontrarse. 

Si no es así, en casos como el descripto, jueces y juezas continuarán asegurándose mantenerse a distancia de aquello que deciden. Distancia en el espacio (los lugares de encierro suelen estar bien lejos de aquel en donde se toman las decisiones) y distancia en el discurso. Se abstienen de tocar el terreno y elucubran entre vistos y considerandos, sin saber qué es la cárcel. Ausentes del escenario en el que deben operar, dialogan acerca de un mundo inexistente, distinto a aquel en el que sobreviven a diario miles de personas respecto de las cuales ese discurso es instrumento para la toma decisiones. Miran una realidad que prefieren desconocer, como los habitantes de Baucis, una de las ciudades invisibles inventadas por Calvino, que sin animarse a tocar tierra desde lejos quedan contemplando fascinados su propia ausencia (91).

Referencias

Borges, Jorge Luis, “Sobre el ‘Vathek’ de William Beckford”, en Otras Inquisiciones, Obras completas 2, Buenos Aires, Sudamericana 2021, 113-116

Capanna, Pablo, Excursos: Grandes relatos de ficción, Buenos Aires: Simurg, 1997,223.

Piglia, Ricardo, “Tesis sobre el cuento,” en Formas Breves, Buenos Aires:Debolsillo, 2014, 57-60.

Taruffo, Michele, La prueba de los hechos, trad. J. Ferrer Beltrán, Madrid: Trotta, 2002, 32-34.

Calvino, Italo, Las ciudades invisibles, trad. Bernardez, A., Siruela, Madrid, 2000

* UBA

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