Pobreza del derecho 

Por Alexis Alvarez-Nakagawa* | 29 de septiembre de 2022

El crecimiento de la pobreza ha sido un problema recurrente en la Argentina de los últimos años. Las mediciones públicas y privadas nos muestran que actualmente casi la mitad de los argentinos son pobres y un diez por ciento de ellos indigente[1]. Periódicamente, cuando estos números salen a la luz, las discusiones se centran en la economía –cómo esta produce, reproduce y a su vez podría hacer salir a muchos de la pobreza. Poco se dice, sin embargo, del rol del derecho en su creación, mantenimiento y eventual reducción. Se hace patente, de este modo, que nadie, o muy pocos, toman en cuenta el papel del derecho en el establecimiento de las condiciones estructurales que hacen posible la pobreza. Quisiera mostrar que esto es un error, y que deberíamos comenzar a considerar seriamente el rol del derecho en la producción de la pobreza.

La pobreza puede ser entendida como un hecho, y a veces, es considerada como si fuera un fenómeno natural. Esta visión “naturalista” de la pobreza aparece usualmente entre algunos políticos, economistas y periodistas. Tal como si se tratara de un terremoto, un tsunami, u otro desastre que causa estragos y miles de muertes, se intenta presentar la pobreza como un hecho fortuito, inexplicable, enmarañado en procesos cuyas causas nos son ajenas y difíciles de comprender. No es casual que esta imagen sea hasta cierto punto reconfortante: no podemos ser culpados por la ocurrencia de un desastre natural. Sin embargo, esta imagen también nos llena de impotencia: parecería ser que tampoco podemos hacer nada para mitigar la pobreza en el país. 

Mal que nos pese, sin embargo, la pobreza no es algo que “sucede”, ni tampoco un hecho fortuito, ni un fenómeno natural. Esta es creada, mantenida y regulada socialmente. La pobreza extrema, por su parte, es un fenómeno moderno, un producto de las sociedades industriales y postindustriales, y de la polarización y fragmentación socioeconómica que crea el capitalismo. La racionalidad económica capitalista busca generar y acumular riqueza, y la producción de pobreza es un subproducto de tal proceso de acumulación. Por consiguiente, la consolidación de extrema riqueza trae aparejada la creación de extrema pobreza. Esta última es deliberada, en la medida en que puede anticiparse como consecuencia del proceso de producción y acumulación de riqueza. Esto nos indica que la pobreza no es un hecho: se trata, más bien, de una relación social. 

De este modo, tal como nos indica Thomas Pogge, la pobreza es deliberadamente infligida por ciertas personas sobre otras personas, y el derecho cumple una función para que ello ocurra[2]. El derecho regula el régimen de propiedad sobre el cual se despliegan las relaciones socioeconómicas que producen riqueza y pobreza. Si la pobreza es la falta de acceso a recursos y bienes básicos, no es difícil percatarse que el derecho cumple un rol esencial en su desarrollo. La pobreza únicamente se produce si los recursos y bienes pueden ser apropiados (legalmente) por unos, y si, como consecuencia de ello, otros pueden ser excluidos (legalmente) de esos recursos y bienes. Sin derecho que permita dicho régimen de apropiación/exclusión no existe pobreza, al menos no en los términos modernos en los que usualmente nos referimos a ella. Este régimen jurídico de las relaciones económicas es lo que Katharina Pistor ha denominado recientemente el “código jurídico del capital”[3]. Según la autora, el hecho de que este código sea usualmente invisible para el observador casual, no lo hace menos determinante en la producción de pobreza y desigualdad. La pobreza, y en particular la pobreza extrema, entonces, son una creación económico-jurídica deliberada. Se trata de fenómenos producidos e inducidos, de elecciones políticas que se toman en el plano económico y jurídico.

Así, tal vez sea mejor entender la pobreza como una forma de “miseria planificada”, para tomar la expresión gráfica empleada por Susan Marks[4]. Es decir, es preciso suponer que un grupo de personas se beneficia a través de la pobreza de otros. No se trata de conspiraciones ni de acciones maliciosas –al menos no usualmente–, sino de una racionalidad que se instrumenta y ejecuta a través de medios económicos y leyes, y que encuentra sustento en la racionalidad económica y en la lógica jurídica. No es suficiente, por ello, indicar el hecho bastante evidente de que el derecho canaliza la política económica mediante leyes, decretos y otras normativas. Lo que debe señalarse es que la pobreza es producida por discursos jurídicos y no únicamente por racionalidades económicas. Tomemos dos ejemplos que servirán para ilustrar nuestro argumento y ver concretamente cómo es que el derecho produce pobreza. El primer ejemplo es del ámbito internacional, el segundo del orden local o nacional. 

Se ha observado en más de una ocasión que los tratados de comercio y los procedimientos asociados con ellos en la Organización Mundial del Comercio (OMC) perjudican a los países más pobres. Más allá de estos mecanismos concretos, sin embargo, debe señalarse que hay elementos de índole estructural dentro del sistema jurídico internacional que facilitan el flujo de recursos a los países ricos y contribuyen a la creación de pobreza entre los países periféricos. Un papel central en ello lo tiene la noción de soberanía. El concepto de soberanía ocupa un lugar central en el derecho internacional moderno. El sistema internacional está estructurado alrededor de la idea de que los estados son autónomos e iguales entre sí, no admitiéndose injerencias externas en sus decisiones. Sería difícil estar en desacuerdo con este principio si no fuera porque la autonomía formal de los estados no ocultara, en realidad, diferentes dinámicas caracterizadas por la más absoluta desigualdad y disparidad material –no todos los estados son iguales ni negocian en las mismas condiciones en la esfera internacional. El principio de soberanía sostiene la misma ficción jurídica que postula a los individuos como seres autónomos e iguales, cuando, al mismo tiempo, se promueven socialmente diferentes tipos de iniquidad y desigualdad sustantiva basadas en la clase social, el género, la raza y otras distinciones. 

Bajo el derecho internacional el criterio para establecer cuándo existe soberanía está determinado por la capacidad del gobierno de un estado para ejercer el control sobre su población y su territorio. Si bien algunos países siguen haciendo uso de la práctica de reconocer a otros estados, por lo general, carece de importancia cómo se ha obtenido dicho control ni cómo este se lleva a cabo. Es decir, sea como sea que el gobierno de turno haya obtenido el poder político y sea como sea que lo ejerza localmente, el gobierno es considerado representante legítimo del estado en lo concerniente a sus actos y negocios internacionales. Esta doctrina jurídica tiene vastas implicancias, dado que, sin importar su grado de legitimidad o legalidad, permite a los gobiernos disponer libremente de los recursos naturales de un país, tomar prestado dinero, adoptar obligaciones comerciales, y renunciar a su inmunidad de jurisdicción –es decir, paradójicamente, pueden limitar su propia soberanía y la de los gobiernos que le siguen. Aunque no siempre legales ni legítimos en el orden nacional, estos actos son “soberanos” en la esfera internacional[5]

Mediante la noción de soberanía, entonces, el derecho internacional “depura” actos que en el orden interno pueden carecer de legalidad o legitimidad (podría trazarse aquí un símil con el “lavado” de dinero proveniente de actividades ilícitas). Esta manera de entender la soberanía en el orden internacional brinda amparo y amplias herramientas para que, una vez obtenido el poder, los actos del gobierno de turno sean considerados plenamente legales y obligatorios para el estado sin importar sus vicios de origen. Por supuesto, esta cobertura no tiene las mismas consecuencias para todos los países. En particular, ha tenido un impacto específico en el Sur Global en países que han sufrido golpes de estado o el accionar de gobiernos con dudosa legitimidad democrática. Con respecto a nuestro país, por ejemplo, dicho concepto de soberanía ha permitido que la deuda pública adquirida por gobiernos militares sea tenida como legítima, ha servido para la enajenación de recursos naturales sin los debidos controles internos, y ha permitido que el estado argentino renunciara a su inmunidad sometiéndose a la jurisdicción de otros estados o a tribunales arbitrales en ciertos negocios que lo han perjudicado y tenido un impacto económico indudable. Todo ello no sólo ha facilitado un flujo constante de recursos de nuestro país al exterior, sino también crisis económicas recurrentes que durante los últimos años contribuyeron al crecimiento de la pobreza en el país.  

En líneas generales, tal como han hecho ver aquellos investigadores que se agrupan bajo las “aproximaciones tercermundistas al derecho internacional” (TWAIL, por sus siglas en inglés), a través de mecanismos como el principio de soberanía, el derecho internacional permite un constante flujo de recursos de los países en vías de desarrollo a los países centrales, y diferentes formas de explotación entre el Sur y el Norte Global. Asimismo, tal como ha mostrado Antony Anghie, el control de este flujo y la extracción de riqueza de los países del Sur Global ha sido una de las funciones centrales del régimen jurídico internacional desde su mismo nacimiento durante la expansión colonial europea entre los siglos dieciséis y diecinueve[6]

Tomemos ahora un ejemplo del ámbito local para ver cómo el derecho determina, también en esta esfera y siguiendo una dinámica parecida, la acumulación de riqueza de algunos sectores y la producción de pobreza en otros. Por lo general, fuera de los ámbitos especializados, los impuestos son tratados como una competencia de los economistas, y poca atención se presta a su naturaleza jurídica. Difícilmente se advierte, por ejemplo, que el sistema tributario se conforma no sólo a partir de criterios económicos, sino también a partir de principios jurídicos (como la “equidad”, la “proporcionalidad”, la “generalidad”, etc.), cuyo contenido es definido legalmente por los tribunales. Poner el foco en este punto es importante, dado que el sistema tributario determina no sólo cómo se establecen las cargas sino también las capacidades distributivas del estado. 

Como es sabido, es a través de los impuestos que el estado grava a determinados grupos y puede girar recursos a otros, ya sea de forma directa o indirecta (por ejemplo, a través de prestaciones como la educación o la salud pública). Más inmediatamente, lo cierto es que los impuestos financian los derechos que el estado garantiza, algunos de los cuales, como los derechos económicos, sociales y culturales, influyen notoriamente en la calidad de vida de las personas[7]. De este modo, los regímenes impositivos tienen un impacto directo en la generación o disminución de la pobreza. El impuesto al valor agregado, por ejemplo, es regresivo y afecta a los sectores menos aventajados porque se distribuye homogéneamente en la población sin importar su capacidad contributiva. En cambio, impuestos sobre la renta, el patrimonio o la herencia pueden ser progresivos, dado que al tiempo que gravan a las clases con mayores recursos, permiten políticas redistributivas hacia los más postergados. Por sus características, en general, hay coincidencia entre los especialistas en que el sistema tributario argentino es regresivo. Lo cual, como resulta evidente, no se condice con las necesidades recaudatorias y distributivas de un estado que precisa aliviar la pobreza. 

Los sistemas tributarios no sólo se conforman a partir de la adopción de un régimen u otro, o por el diseño legislativo de uno o varios impuestos en particular, sino también por la interpretación que hacen los tribunales sobre su validez en función de consideraciones estrictamente jurídicas a partir de concepciones amplias o restrictivas del derecho de propiedad. Un ejemplo claro de ello es la doctrina de la Corte Suprema de Justicia argentina sobre los efectos “confiscatorios” de determinados impuestos. Básicamente, la doctrina sostiene que ciertos impuestos pueden ser tan gravosos que constituirían una forma indirecta o solapada de confiscación que afectaría al derecho de propiedad. No debe resultar llamativo, aunque sí escandaloso, que dicha doctrina, se haya aplicado por lo general a impuestos progresivos sobre las rentas o patrimonio de sectores privilegiados, y que hoy se discuta como límite constitucional a impuestos extraordinarios a la riqueza (“aportes solidarios”) o sobre posibles exacciones sobre ciertas actividades que cuentan con ventajas relativas (como la producción agraria y ganadera en la Argentina). 

Se hace patente así que la materia impositiva no sólo es determinada por criterios económicos sino también en función de razonamientos jurídicos, los que impactan no solamente en cómo el estado reparte las cargas sino directamente en la producción de la pobreza. A ello se le suma que, en materia tributaria, existe una amplia discrecionalidad que permite a los gobiernos establecer exenciones fiscales, bonos, descuentos, incentivos (o también “blanqueos de capitales”) que, pensados desde una lógica económica quieren ser un estímulo a la producción o a la inversión, pero que, en los hechos, pueden convertirse y funcionar como instrumentos para la evasión fiscal “legal”. En otras palabras, a través del uso de estas herramientas la evasión impositiva es facilitada a través de la propia letra de la ley para ciertas personas, grupos y actividades. Todo este entramado jurídico no sólo evita que las cargas recaigan sobre las clases con mayores recursos –dañando así seriamente la equidad del sistema tributario– sino que a su vez recorta las capacidades y recursos que el estado tiene para aplicar políticas redistributivas para reducir la pobreza. 

El rol del derecho en la producción de riqueza y pobreza ha sido pasado por alto debido al carácter economicista de una buena parte de la teoría social tanto por derecha como por izquierda. Por un lado, el dogma del mercado autorregulado (“la mano libre del mercado” que no necesitaría de la interferencia regulatoria del estado) del pensamiento liberal clásico y neoliberal, y por otro, la muy influyente idea de la economía como estructura de la cual el derecho no sería más que un fenómeno reflejo (o superestructural) del marxismo, han servido para ocultar el papel clave de las instituciones jurídicas en los procesos de acumulación del capital. 

Las consecuencias de observar la pobreza como un hecho jurídico –y no meramente económico o social– son amplias. Tal como se desprende de los ejemplos brindados, las normas jurídicas no son la traducción inmediata de procesos económicos, sino el producto de decisiones políticas sobre factores económicos y sociales. Resolver el problema de la pobreza en la Argentina no sólo implica intervenciones sobre el mercado y la política económica, sino poner la lupa en las normas –y las interpretaciones que hacen de ellas los operadores judiciales–, así como también en determinadas doctrinas que, en conjunción o incluso a veces independientemente de la economía, permiten que ciertos sectores acumulen riqueza y otros se empobrezcan. Cambiar el régimen legal de la pobreza en la Argentina no es una tarea de economistas, sino de juristas. 

Por lo demás, este enfoque nos indica que la pobreza representa un problema cuyas raíces transcienden las dinámicas domésticas, y se enlaza con una economía política enmarcada en un régimen jurídico internacional que la produce globalmente, especialmente en el Sur Global. Esto no debe servir para excusarnos por nuestra dramática situación nacional –ni como disculpa para aquéllos que son responsables y se benefician localmente–, sino para no caer en la tentación de reproducir discursos que ingenua o deliberadamente ignoran la geopolítica extractivista en la cual nuestro país se encuentra inserto. Cualquier intento por eliminar la pobreza local debe disputarse también en la esfera global, y, sobre todo, en el plano del derecho internacional. 

Finalmente, pensar en el rol del orden jurídico en estas cuestiones puede inducirnos a encarar el problema de la pobreza como una cuestión de (denegación de) derechos. La reducción de la pobreza no es simplemente un acto de caridad, o de buenas intenciones, puede en cambio ser tratada desde el punto de vista del derecho como un incumplimiento de deberes básicos de los gobiernos y de los sectores más privilegiados de la sociedad con respecto a las clases más postergadas. Este planteo tiene algunos problemas que aquí no abordaremos –dado que, afectan al lenguaje de los derechos en general–, pero, lo cierto es que, vista en su mejor luz, esta aproximación nos lleva a encarar la solución de la pobreza como una cuestión básica de justicia. Percatarnos de nuestra responsabilidad individual y colectiva en la producción de la pobreza extrema –y los injustos beneficios sociales y económicos que de ello extraemos–, puede ser un primer paso para confrontar verdaderamente la pobreza en la Argentina. 


* Queen Mary, University of London

[1] Ver INDEC, Encuesta Permanente de Hogares. Incidencia de la pobreza y de la indigencia. Resultados del primer semestre de 2022, 28 de septiembre de 2022, y Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, Desigualdades estructurales, pobreza por ingresos y carencias no monetarias desde una perspectiva de derechos (2010-2021), Informes de investigación 2022. 

[2] World Poverty and Human Rights, Cambridge: Polity Press, 2008, pp. 1-32.

[3] The Code of Capital. How the Law Creates Wealth and Inequality, Princeton University Press, 2019.

[4] “Human Rights and Root Causes” (2011) 74 Modern Law Review, pp. 57-78

[5] Un buen recuento de cómo el concepto de soberanía funciona en detrimento de los países más pobres (pero ricos en recursos) puede verse en Susan Marks, “Human Rights and the Bottom Billion” (2009) 1 European Human Rights Law Review, pp. 37-49.

[6] Imperialism, Sovereignty and the Making of International Law, Cambridge: CUP, 2012.

[7] Tal como notoriamente han puesto de resalto Stephen Holmes and Cass Sunstein en The Cost of Rights: Why Liberty Depends on Taxes, New York & London: W. W. Norton & Company, 1999.

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